16 de julio de 2010

Virtuoso


La verdad es que nunca llegué a entender del todo a ese gato. Era negro, muy bonito, sí, pero desconfiado. Tenía la mirada más penetrante que he visto en mi vida, y unos bigotes demasiado largos en comparación con otros gatos. Su maullido era terriblemente grave, pero hermoso a su manera. Ese gato era especial, bastaba con echarle un solo vistazo para caer en la cuenta de que no era de éste mundo. Estaba rodeado de un aura mas humano que felino, y muchas veces, cuando en silencio uno se ponía a pensar en presencia del gato, éste parecía apoderarse de tu mente y registrar hasta el más estúpido de tus pensamientos. Siniestro el asunto. El caso es que el pobre sufría algo de sobrepeso, seguramente producido por un exceso de cariño por parte de su dueño. Estaba endemoniadamente mimado. Posiblemente la vida de ese gato fuera mas fácil que la del resto de gatos del mundo, pues no le faltaba ni un solo día su generosa ración de comida. Si hacía mucho calor, lo dejaban ponerse junto al ventilador, si hacía mucho frío, no dejaban que saliera al exterior. En fin, tenía todo lo que un gato podía desear. Una casa, comida, un dueño que le rascaba el lomo y lo acurrucaba en su regazo mientras en la radio sonaba alguna canción ochentera. Pero aun así, con todas esas, un buen día, de la noche a la mañana literalmente, desapareció.

A parte de siniestro, lo que ese gato era, era un desagradecido. Se armó un revuelo en el barrio importante. Por lo visto el maldito gato era mas conocido que el panadero. Los días posteriores a la desaparición, transcurrieron con toda normalidad, salvo por alguna que otra vecina entrometida que llamaba a la puerta para darle el pésame al dueño. ¡Como si ese gato pudiera estar muero! Pensaba yo. Además, que solo era un maldito maldito malito gato, y hago especial énfasis en la palabra maldito porque nunca lo entendí y nunca me cayó bien. Cohabitábamos bajo el mismo techo porque no me quedaba mas remedio, llevábamos una existencia pacífica, pero los silencios eran atronadores. El aire se podía palpar de lo denso que se ponía cuando gato y humano coincidíamos en algún rincón de la casa. Es verdad que nunca me atacó, pero estoy segura que por falta de ganas que no fuera. Igual que yo a él… Nuestro odio era recíproco. Y ahora, aunque ya han pasado varios años de la fatídica (y celebrada por mí) desaparición de Virtuoso, que así se llamaba el susodicho, sigo recordándolo y unos escalofríos me recorren la columna vertebral de abajo a arriba, como si el espíritu del maldito gato me siguiera persiguiendo, cómo si quisiera condenarme por haberlo odiado… No sé, pero nunca me dio buena espina.

No hay comentarios: